lunes, 1 de junio de 2015

Pensar en Derrida pensando a Derrida [y VII].


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Groys y Derrida.
Según el conocido esquema de Hegel, la marcha del espíritu a través de la historia, inseparable de la historia del éxito de una política de la libertad, sigue el modelo de la trayectoria del sol entre Oriente y Occidente. Si en el Oriente despótico era libre un solo hombre y la Grecia aristocrática y democrática permitió la libertad de una mayoría de personas, el Occidente cristiano produjo un estado del mundo que se basa en la libertad de todos.
Se podría volver a describir ese movimiento a la luz de las reflexiones antes reseñadas aquí, poniendo el acento en la política de la inmortalidad, lo que daría como resultado una trayectoria un poco diferente. En el inicio en Egipto, sólo uno era inmortal y su conservación era el quehacer más elevado del Estado. En la Antigüedad grecorromana no había inmortalidad para nadie y en la era cristiana en cambio, la inmortalidad era para todos. Por fin en la modernidad se ha establecido una situación en la que todos los hombres vuelven a ser mortales, aunque no obstante, la inmortalidad hoy está al alcance de una cierta cantidad de personas.
Sloterdijk encabeza con este esquema sus reflexiones, con las que ultima esta serie de contextualizaciones del fenómeno Derrida, sobre la obra de Boris Groys, cuyo libro Politique de l'immortalité, una especie de temblor de tierra en el dominio de la teoría filosófica del arte, le puede permitir esclarecer la situación posterior a Derrida.
Se puede calificar el texto de Groys como la más radical de todas las reinterpretaciones posibles del fenómeno de la pirámide. Sin embargo lo esencial no es saber cómo se puede transportar el cuerpo macizo de la pirámide. Groys se interesa, por el contrario, en las cámaras funerarias que alberga, en las cuales se depositaba la momia del faraón. Si existe un problema de transporte o de desplazamiento en esa época, consiste en saber si es posible sacar de la pirámide la cámara funeraria y reinstalada en otro lugar. La respuesta es afirmativa. Según Groys, no se hará justicia a la civilización moderna si no se presta atención a su modo de ‘reutilizar’ la cámara faraónica. La última morada de un faraón representa el arquetipo de un espacio muerto que puede ser reconstruido en todos los lugares donde los cuerpos, aun los no faraónicos, deben ser depositados con vistas a una conservación que los eternice. De este modo, incluso la cámara de la pirámide es un objeto que se puede mandar de viaje y que toma tierra, preferentemente, en las regiones del mundo moderno donde la gente está poseída por la idea de que los objetos del arte y la cultura deben conservarse a cualquier precio. Por consiguiente, el espacio muerto de estilo egipcio se reinstala allí donde hay museos, al no ser éstos más que lugares heterotópicos en el corazón de la vida moderna en los cuales, objetos escogidos, como momias contemporáneas, son mortificados, desfuncionalizados, arrebatados al uso profano y propuestos a la observación ensimismada.
Se podría decir que también Groys es un pensador que actúa a partir de una cierta posición joséfica, pero en contraste con Derrida, no practica la interpretación de los sueños en el centro textual del poder; por el contrario, ha reemplazado esa actividad interpretativa por la de comisario de los sueños. Está convencido de que los sueños de los antiguos, como los de los contemporáneos, no necesitan nuevos intérpretes, ya que los hay en número más que suficiente. Los sueños de los habitantes del reino, sus textos, sus obras de arte, sus desechos, exigen más bien, por el contrario, coleccionistas y comisarios de exposición originales.
El comisario de los sueños tiene por sí mismo más que ver con el cuerpo de los objetos oníricos que con su sentido profundo y desde ese punto de vista, Groys se asocia al materialismo ontosemiológico de Derrida. Para Groys, la pretensión derridiana de haber comprendido que no existe iluminación está aún demasiado formulada a la manera de la iluminación. Groys es absolutamente consciente de que Derrida, tras Freud, Saussure, Wittgenstein y Heidegger, ha recorrido las fronteras de la filosofía del lenguaje y ha sido, en ese sentido, un culminador. No tiene duda alguna sobre su estatura como pensador y del trabajo de la filosofía que sólo seguirá progresando si quienes lo llevan a cabo cambian de dirección y hacen algo diferente.
El cambio de dirección que Groys propone pos-Derrida, formularía una teoría de los archivos, tal que en donde se encontraba la gramatología debe manifestarse la museología. En cierta medida, señala Sloterdijk, Groys es el Feuerbach de Derrida, ya que desanda el camino que lleva de los espectros de Derrida a las momias reales y sugiere suceder a su pensamiento con la economía política de las colecciones heterotópicas y con la alianza de la filosofía con la literatura narrativa.
La noción de archivo cumple, pues, un papel clave en el pensamiento de ambos autores. Para Derrida, los archivos son el vicario de lo infinito en lo finito, un edificio de paredes fluidas, incluso una casa sin muros, poblada por una cantidad infinita de residentes con opiniones cuya diversidad se mueve en una deriva imprevisible. Para Groys, en cambio, los archivos son una institución finita y discreta. Es el museo inteligente, de una exclusividad neoegipcia, no imaginario. En él se comparan innovaciones concretas con objetos concretos de la colección anterior y se evalúa su dignidad para ser coleccionadas. Los archivos de Groys son una máquina de inmortalización del arte y de las momias de la civilización, el lugar donde cierto número de personas pueden adquirir una inmortalidad relativa gracias a sus obras.
El punto de inflexión museológico sigue siendo filosófico porque reinterpreta de la manera más compacta posible el pensamiento más profundo de la metafísica, la diferencia ontológica entre Ser y Ente, tal como la describió Heidegger. Esa diferencia entre lo eterno y lo efímero, en Groys asume hoy la oposición entre lo que se puede reunir en la cámara funeraria generalizada de la pirámide, es decir, en los archivos o el museo, y la abundancia infinita y arbitraria de los fenómenos que queda para siempre fuera de esa mara.
Por ello Groys no puede aprobar la interpretación derridiana de la khôra platónica. Ese espacio absorbente sin atributos no es de naturaleza psíquica o intrascendente, no es el pozo hegeliano que se sumerge en el interior o la tolerancia de Derrida con respecto a los textos. Es simplemente el espacio muerto de las cámaras funerarias qué, en la modernidad vuelve a utilizarse con el arte y la cultura. Es el espacio que quiebra las bajezas de la vida dispersa y las pretensiones del devenir a fin de permitir la contemplación.
Groys, el comentarista filosófico del arte de los tiempos modernos, es el verdadero último metafísico, el metavitalista que plantea la cuestión de la metamorfosis de la vida simple por su desfiguración y su desfase en los archivos. De todos los lectores de Derrida, es quien le rinde homenaje al abandonar rigurosamente los caminos de la imitación y la exégesis, concluye Sloterdijk.