lunes, 16 de septiembre de 2013

De la existencia desplazada.

Los malos sabios, los malos filósofos, son simplificadores: de que algo pueda ser verdadero, concluyen que aquello que no es verdadero es falso; de que algo pueda efectivamente existir, concluyen que lo que no existe no existe. Por eso, el verdadero sabio sabría tomar en consideración además lo que es verdadero, lo que es falso. Y el verdadero filósofo sabría tomar en consideración además de lo que existe, lo que no  existe.
El hombre es un condenado a la realidad. Y la ley general de la realidad atrapa a todo lo que existe. De acuerdo con Clément Rosset*, una definición de la existencia podría ser la fórmula de Parménides: “Lo que existe existe, lo que no existe no existe”. Definición [definire significa trazar fronteras] que sólo poseería sentido como delimitación. La existencia estaría, así, acotada, en relación con el tiempo, por los límites del pasado y del futuro y en relación con el espacio, por los límites del allende.
O como ha escrito Cioran [Ese maldito yo. Ed. Tusquets. Barcelona, 2002]: Exponerse a ser es condenarse a no ser ninguna otra cosa, por ello lo que no existe ofrecería quizás menos realidad pero también mucho más espacio que lo que existe.
Una manera de mixtificar el dictum parmenidiano consistiría en dotar al ser de una duplicidad que le permitiese ser lo que es y a la vez lo que no es. Que poseyera tal plasticidad que, sin dejar de ser el ser que es, ser también totalmente otro. Entonces el ser existiría, pero sería doble.
No obstante, continúa Rosset, el principal modo de tergiversar la fórmula de verdad enunciada por Parménides sería considerar que el ser es, pero el no-ser también es. Recordemos que Platón, en el Sofista, no nos ha dicho que lo que no existe exista, solamente que lo que no existe no deje de existir de alguna manera.
El tomar en consideración lo que no existe sería también principio general de toda locura, que consistiría, pues, en una existencia desplazada.

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Los griegos de la Antigüedad designaron a la locura como para-noïa, o sea como hiper-racionalismo, como exceso de razón. La razón de los locos no se limitaría a lo razonable, se adjudicaría asimismo el dominio de lo que no es razonable. Y esa razón sería, por tanto, superior a la de los sabios, ya que tomaría en consideración el dominio de lo que sería razonable y creíble, además del de lo que sería absurdo e increíble.
Convendría distinguir entre el gusto por lo irreal, definición misma de la locura, y el gusto por lo falso, por el artificio o por el engaño, a menudo sólo una variante del gusto por lo real. El gusto por lo falso traduciría un deseo de evocar facetas de lo verdadero, incluidos sus aspectos paradójicos. La ironía de lo falso, apunta Rosset, llegaría a sembrar la duda no ya de la verdad sino de la diferencia entre el objeto verdadero y el objeto falso.
El gusto por lo falso y el artificio podría ser el deseo de lanzar la existencia y revelar la esperanza de no verla volver más. Sin embargo, un verdadero gusto por lo irreal implicaría que el no-ser fuese una entidad independiente del ser y que poseyese cierta existencia particular así como una atracción propia.
Esta atracción por lo irreal en detrimento de lo real constituiría la mayor de las locuras propias de la humanidad. En la locura, la existencia sería admitida pero a condición de privarla de sus parámetros espacio-temporales, que serían los únicos que harían posible su acceso a la realidad.
Montaigne no sólo hubo señalado, como otros, el desorden de la mente humana, sino que hubo situado su principio en el funcionamiento de la mente misma, emancipada de las recomendaciones del cuerpo. La tesis clásica, si la mente patinase sería a causa del cuerpo, es la opuesta a Montaigne, según el cual, si la mente patinase sería a causa de la mente misma que ya no se dejaría guiar por el cuerpo. Sólo el hombre sería capaz de delirar, porque sólo el hombre dispondría de mente. La sabiduría de Montaigne, escribe Rosset, se opondría así punto por punto a la tesis  del racionalismo clásico. La imaginación no sería el efecto de una influencia del cuerpo sobre la mente, sino el efecto de una provocación del cuerpo por parte de la mente. Sería siempre la mente, cuando se extraviase, la que contaminaría al cuerpo.
En otro orden  de cosas, nada despertaría tanta pasión humana como un objeto que se presintiera que no existe. Como lo propio del deseo sería crecer conforme se aleja el objeto codiciado, la pasión absoluta consistiría evidentemente en codiciar un objeto absolutamente irreal. Toda persona apasionada poseería el don de transformar los bienes reales en imaginarios. En ese caso el objeto irreal se confundiría con el objeto pasional.

[by google]
 
Como paradigma límite de existencia desplazada, Rosset propugna, no sin ironía, al avaro, que lograría que un objeto se volviese totalmente inexistente. Porque la pura avaricia sería la alianza de un gusto excesivo por el dinero y, para mantener su cuantía, de una imposibilidad de gastarlo y, por ello, de sacar de él el menor beneficio. El avaro se convertiría a la sazón en el verdadero alquimista, sabría transformar los bienes reales en bienes imaginarios. Sería el único que habría logrado desmaterializar completamente la materia.

* vide Rosset, Clément.- Principios de locura y de sabiduría. Marbot Ediciones, Barcelona. 2008.

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