jueves, 29 de agosto de 2013

Moisés, el egipcio. [y III]



En esa obra sobre el monoteísmo cuyo punto de partida se encuentra en la interpretación de las Escrituras, Freud subrayó casi en cada página el carácter ingrato de su tema y la incertidumbre del investigador. No poseía pruebas y debía conformarse con sugerencias, deducciones o conclusiones provisionales. Sabía que el contenido de un texto sagrado no puede establecerse con alguna certidumbre pero, expurgado, puede servir para reconstruir, al menos, una cadena plausible de acontecimientos.

Contra la publicación del ensayo, Freud alegó la situación de Austria, entonces bajo un régimen clerical, que no le permitía esperar acogidas ni neutrales. Además de, por severamente crítico consigo mismo, la insatisfacción por los numerosos defectos del trabajo. Pero pese a las imperfecciones, el libro le obsesionó. Más por la propia persona de Moisés, incluso como ‘espectro’, que por el problema histórico de la existencia judía. Le siguió atormentando, a pesar de negarlo reiteradamente, su tesis sobre los orígenes egipcios del profeta.

Otros temas no pueden por sí solos causarle incomodidad. El asesinato del jefe por una ‘chusma’ incapaz de comprender sus designios, se ha visto repetirse bastante a menudo en la Historia de todos los tiempos para que pudiera no ser admisible, incluso sin pruebas concluyentes del supuesto asesinato de Moisés por los judíos. Pero privar al fundador de la historia judía de su identidad, es declarar a todo un pueblo en estado de ilegitimidad, explicándole que esta usurpación milenaria de sus derechos es la verdadera causa del odio de las naciones.

Moisés no tenía en absoluto necesidad de ser egipcio para ser asesinado por los judíos, es más, si no fuese judío, no podría representar sino muy indirectamente el papel de un padre para los hebreos y su asesinato ya no sería el parricidio ejemplar que explica la génesis de las religiones más evolucionadas.

Este Moisés surgió en Freud, según Marthe Robert (*), de su más alejado pasado y de la necesidad que tuvo de volver continuamente sobre las ideas fundamentales de su nacimiento para cambiarlas por lo menos en su imaginación y convertirse así en dueño de su destino. Freud a los 80 años renegó de su padre, porque no tenía ante él sino la atroz perspectiva de la decadencia intelectual y la angustiosa espera de la muerte. Pero para no morir, Freud declaró en el libro que puede pasar por su auténtico testamento. En el momento de abandonar la escena ya no era ni judío ni alemán, no quería ser sino el hijo de nadie y de ningún lugar.



(*) Robert, Marthe. (1976).- Freud y la conciencia judía. Ed. Península. Barcelona.

No hay comentarios:

Publicar un comentario